domingo, 13 de marzo de 2016

"Escondiéndome con Fiona Apple". Entrevista de Dan P. Lee. Vulture. 2012. 2ª Parte.

Fiona Apple en su casa de Los Ángeles. 

¿No has leído la primera parte?. Hazlo AQUÍ

Dos días después, aterricé en Los Ángeles. Mi coche de alquiler se había averiado, y para cuando llegué a su casa – un pequeño bungalow estilo Craftsman cerca de Venice Boulevard – eran cerca de las 7 de la tarde y el cielo estaba de un precioso amarillo pálido. Fiona me recibió en la puerta con Janet, el cruce de pitbull de 13 años que se había encontrado un día en el Valley cuando vivía con Anderson; no había sido mucho tiempo después, mientras la relación estaba en su punto álgido mediático, cuando se compró esta casa, que adoraba, y que había mantenido casi sin cambios desde que se mudó. Rosas blancas y encarnadas florecían en el patio, y las puertas delanteras estaban abiertas, al igual que las ventanas. Ella me contó, mientras entrábamos en la sala de estar, que casi nunca tiene compañía. Su hermano mayor Brandon vive en la parte trasera de una pequeña casa de campo – ella no conduce y depende de él para que la lleve – y su hermana mayor Amber – Maude Maggart es su nombre artístico – se queda aquí a veces cuando tiene trabajo en la ciudad. Pasa la mayor parte del tiempo sola, incluso cuando ellos están por aquí. 
La casa presentaba un aspecto peculiar: como si ella hubiera vivido aquí siempre y, al mismo tiempo, como si acabara de mudarse el fin de semana pasado. Había algunas cajas y cortinas hechas de tapices y bufandas. Había muy pocos muebles: dos sofás verdes, un pequeño televisor de pantalla plana cerca del suelo, algunas alfombras pequeñas sin abrir y, en el otro extremo, una gran mesa de madera vieja que usa como escritorio. En las repisas del revestimiento de madera había puesto ramas y libros, sus obras de arte, caballitos de juguete de su infancia, cocos en los que había dibujado caras graciosas y plumas de pavo real. Tiene dos pianos, un Steinway vertical y un gran Baldwin. Con todas las ventanas y las puertas abiertas, era como estar en el exterior de la casa.

Apple no había dormido. Me dijo que saliéramos de nuevo para saludar a su hermano y pedirle que nos hiciera café, ya que ella raramente lo toma y no estaba segura de saber utilizar la máquina. El jardín trasero era pequeño pero verde: había algunos árboles altos, una pequeña sauna de madera y un diminuto jacuzzi excavado en la tierra del que siempre ha querido deshacerse pero que a Brandon le encanta.

Brandon es varios años mayor, uno de los cinco medio hermanos que su padre tuvo con su primera mujer; él y su hermana pequeña sólo se parecen en sus penetrantes ojos. Estaba sentado con las puertas abiertas, viendo la película “Bridesmaids”. Maya Rudolph, la mujer de Anderson, estaba en la pantalla de su televisor. “Hey, acabo de oir tu canción”, dijo, “lo he apagado”. Parecía estar bromeando. Se refería a “Paper Bag”, incluida en el segundo álbum. (Como muchas de sus canciones, su origen venía de una imagen, cuando ella estaba en el coche con su padre por Los Ángeles volviendo de grabar “Tidal”, y terriblemente disgustada. Vio una paloma a través de la ventanilla y le otorgó el significado de algo hermoso, hasta que “Cayó cerca/ Al igual que una lágrima/ Pensé que era un pájaro/ Pero sólo era una bolsa de papel”). El productor del film, Judd Apatow, un conocido de Fiona (el mundo es un pañuelo), le había propuesto usarla en una escena de transición sin diálogo, en la que el personaje de Kirsten Wiig se autoconsuela horneando y luego comiéndose un cupcake. Fiona me dijo que había visto la película y que le había gustado, y que “estaba muy feliz” de que apareciera su canción. (Su actitud ante la concesión de licencias de sus canciones ha evolucionado de manera significativa en los últimos años: “no seamos demasiado quisquillosos”, había dicho riéndose entre dientes, “dame el dinero”).

Brandon accedió a hacernos café, y mientras volvíamos a entrar en la casa, abrió un par de sodas Zevia (endulzadas con Stevia) y preguntó por el vodka y el hachís.

Fiona lleva consigo, entre otros, un libro titulado “El aprendizaje de  la felicidad, 10 sencillos pasos para fomentar la felicidad en los niños y en sus padres”, escrito por una socióloga, y algo así como un bestseller de supermercado. Lo ve útil para hojearlo y a veces subraya partes que le gustan: “Demasiado a menudo protegemos a nuestros hijos del dolor y el sufrimiento, y haciéndolo les apartamos de las necesidades de otros. Hay que considerar la noción contradictoria de que la compasión es una emoción positiva fuertemente relacionada con la felicidad, y les brinda patrones para sentir compasión”.

Fiona Apple nació el 13 de Septiembre de 1977 por cesárea. Dos semanas antes, su madre estaba intentando correr un mueble en su apartamento de Harlem después de discutir por teléfono con el padre de Fiona, que se encontraba fuera de la ciudad. Sintió un dolor, pero no acudió al hospital. Cuando el obstetra realizó la incisión, vio que su peritoneo estaba desgarrado, una situación potencialmente fatal, con las manos y los pies del bebé haciendo presión contra el abdomen de su madre; su mundo, tal y como Fiona supone, se rompió de manera prematura. “¿No crees que marca el resto de la vida de una persona?”, me preguntó. Estábamos en su cocina, y en un proceso que no puedo recrear ni explicar adecuadamente, ella utilizaba un instrumento largo y estrecho para encender el hachís que había en el fondo de una copa de champán, la cual sostenía mientras aspirábamos por turnos el humo.

Su padre, Brandon Maggart, nació en Carthage, Tennessee, en 1933, y se mudó a Nueva York en los años 50. Como él mismo describe en su reciente biografía autopublicada (que comienza hace 4 millones de años y es narrada por un personaje guiado por la diosa Atenea, que “vive en el ático detrás de sus ojos”), desarrolló una extremadamente variada carrera como actor durante cuatro décadas (incluyendo apariciones en el reparto original de “Barrio Sésamo” y en la sitcom de los 80 “Hermanos”, de la cadena Showtime). Su madre, Diane McAfee, una neoyorquina bailarina y cantante, conoció a Maggart cuando ambos participaban en la obra de teatro de Broadway “Aplauso”. Él estaba casado y tenía hijos. Ella se quedó embarazada de Amber, y dos años después, de Fiona. La situación era inusual: Maggart y su mujer seguían casados en Connecticut, y McAfee y las niñas vivían en el antiguo apartamento de Maggart, situado en 125th Street. Sin embargo, cuando Fiona contaba con 4 años, sus padres se separaron… para bien.

Su madre tuvo varios trabajos, incluyendo monitora de aeróbic y consejera dietética. Vivieron por un tiempo en el apartamento de un amigo que tenía una rana Gustavo crucificada, cucarachas y perros abandonados en el recibidor. Cuando se trasladaron a 125th Street, se les unió un guitarrista y contable de 24 años que se convertiría en el novio a largo plazo de su madre y en una especie de hermano mayor para Fiona. Ella tenía un defecto en el habla y un aspecto peculiar, como lo tienen las personas más hermosas cuando son pequeños, y cosechaba burlas en el colegio. Su talento surgió pronto, al igual que su trastorno obsesivo-compulsivo. Tenía que correr alrededor de la mesa de la cocina 88 veces, el número de teclas que tenía el piano, y sus amigos se desconcertaban cuando se quedaban a dormir en su casa y se ponía un ventilador en la cara para forzarse a cerrar los ojos. Una noche, con 8 años, entró en el dormitorio de su madre para pedirle que le diera lecciones de piano porque quería “hacer feliz a la gente”. No mucho tiempo después, se aisló en su habitación con el piano, enseñándose a sí misma en un viejo Tin Pan Alley a componer y tocar canciones. Me contó que escribió “Never is a Promise” cuando tenía 16 años, después de oir al chico con el que recientemente había perdido la virginidad decir que le gustaba otra. Esa canción aparecería sin cambios en su primer álbum, después de que su padre le metiera prisa para terminar la maqueta que acabó en manos de su mánager actual tras escucharla en la fiesta de una casa en la que una amiga de Fiona trabajaba como niñera.

Los Angeles Times la comparó con Carroll Baker en “Baby Doll” y la Jodie Foster de “Taxi Driver”.  El New Yorker escribió que parecía “una modelo de Calvin Klein desnutrida”; el New York Times dijo que era una “fuente de inspiración” para adolescentes con trastornos de alimentación. Que aún fuera una adolescente constituía la perversa lógica enrevesada por la que podía ser cruelmente juzgada. Sentada en una esquina junto a su novio de entonces, David Blaine, en una fiesta de 1997, le dijo a un reportero: “Intento ser mis propios padres para corromperme lo menos posible con todo esto”. Cuando su publicista intentó apartarla de ahí, dijo que ella, como muchos jóvenes de su edad, había sido “criada por la televisión, y lo hemos aprendido todo de los medios de comunicación”, así que "espero que si soy franca acerca de mis emociones y no escondo nada, pueda mostrarle a la gente que mi edad y mi juventud están bien”.  Para cuando acabó la noche, según el reportero, “estaba descompuesta en una silla, con las lágrimas corriéndole todo el maquillaje, una Ofelia de la MTV”.

Ella creía que compartir su historia – toda su historia -  le haría sentirse mejor. Pero no. Cuando los periodistas le preguntaban si la canción de “Sullen Girl” iba sobre un chico que la había abandonado, ella no quería avergonzarse. Quería decir la verdad. Les contaba que había sido violada.

Ocurrió cuando tenía 12 años, volviendo de la escuela. La había seguido hasta su edifico. Subiendo en el ascensor, podía escucharlo subiendo las escaleras y deteniéndose en cada piso. Estaba abriendo la cerradura mientras él bajaba por el pasillo. Llevaba un cuchillo o un destornillador y le dijo que la mataría si gritaba. Desde el otro lado de la puerta, oía los ladridos de su perro.

“¿Fue entonces cuando tu vida se bifurcó?”, le pregunté en la cocina. Me estaba refiriendo, sobre todo, al lanzamiento de su primer álbum, pero también a todo lo demás. Ella no conocía la palabra “bifurcación”, y a mí me asaltó la duda, así que fui al salón y cogí uno de sus diccionarios: “dividir en dos secciones o líneas”. Ella me dijo que así fue. Su trastorno obsesivo-compulsivo estalló. No podía estar sola. Nueva York la aterraba. El suicidio se convirtió en su principal preocupación.

Janet necesitaba salir de paseo. Tardamos 20 minutos en encontrar su correa y los suministros, que incluían una cámara, una linterna, un mechero y agua. En el proceso, nos topamos con una antigua foto autografiada de su abuelo fumando: “Los mejores deseos de Chesterfield- Johnny McAfee”. La había comprado en eBay por 20 dólares. Bebimos marihuana mezclada con limonada y nos fuimos.

Entramos a un portal de Venice desde el que se podía imaginar el resto del país subiendo hacia el este. Era como una aldea de bungalows con ventanas iluminadas, y cruzando el horizonte, como torres escalonadas, se erguían gigantes palmeras mejicanas. En el cielo, una media luna. Los tres atravesamos una acera que quedó sumergida en un remolino de ramas apiñadas que formaban un túnel perfecto, impermeable a la luz. La mayor parte del tiempo sólo se escuchaba el olfateo de Janet y el repiqueteo de sus uñas en el asfalto. Fuimos a las “walk streets”, diminutos caminos de acceso peatonales, a través de los jardines de cientos de bungalows de estilo Craftsman. Eran de color verde oscuro y tenían pequeñas fuentes; ella me enseñó su árbol favorito. Sacó su cámara SLR digital para grabar un vídeo corto de la música que emergía de uno de los bungalows; dijo que le encantaba oir la vida de la gente, especialmente su música, desde fuera.

Sin haberlo planeado, los dos habíamos grabado un mix para el otro, y cuando volvimos, le pedí que pusiera el que ella había hecho. Bebimos más vodka mientras los Pharcyde (grupo de rap alternativo) cantaban “Ella sigue pasando de mí”. Me senté en una silla cerca de su escritorio, y conforme avanzó la noche, acabé en el suelo. Ella estuvo la mayor parte del tiempo en su escritorio. Había una pegatina gigante de John Wayne vestido de rodeo en la esquina de la lámpara. Había periodos muy largos en lo que ninguno hablaba. Mildred Bayley cantaba que “la mujer tiene derecho a cambiar de opinión”.

La tarde siguiente, cuando me desperté en el apartamento de Hollywood en el que me hospedaba, busqué en Google “Neuronas Espejo”. Encontré el artículo del Times al que se refirió en nuestro primer encuentro. [Aquí el periodista resume las palabras del doctor Marco Iacoboni, neurocientífico de la Universidad de los Ángeles, en las que viene a decir que gracias a las neuronas espejo podemos anticiparnos a las intenciones del otro y sentir empatía porque, literalmente, experimentamos las mismas emociones].

A las 02:11, casi 24 horas después, sonó mi móvil. “Laszlo”, escribió Fiona, “estoy medio dormida pero llevo cuatro horas viendo “Mobwives”…wow…”. Le respondí con una foto de la mobwife Big Ang y su toy dog Louie, posado como un loro en su hombro, que había tomado de la pantalla de la televisión.

Quedamos en vernos por última vez al final del día.

Estábamos de vuelta en su casa, con la puerta delantera abierta, y fuera, se había diluido el color del cielo. Hacía frío en el interior. Toqué la obertura y el segundo tema de “Mad Rush”, de Philip Glass, en el Steinway vertical. Le pedí que no me mirara mientras tocaba y me detuve en seco porque me sentía estúpido.

Nos pusimos hasta el culo. Charlamos sobre un hombre que llevó unas gafas invertidas y cuyo cerebro, tras unos días, se acostumbró a percibir las cosas del revés. Me enseñó un ejemplo del lenguaje secreto que había estado utilizando (a veces, hasta lo cantaba) desde que era una niña, una mezcla entre el scatting y lenguas desconocidas. Nos sentamos juntos en su escritorio y vimos vídeos en Youtube (de la pianista Valentina Lisitsa, de Usher, y, tras pedirle una de sus canciones, un encantador cover de Elvis Costello de su balada “I Know”). Finalmente, vimos el primer corte del vídeo de “Every Single Night”: ella con un pulpo en la cabeza; ella tumbada en el suelo, cubierta de caracoles; ella acariciando el cerebro color neón de una vaca; ella, al final, mirando fijamente, suplicando, cuatro veces: Sólo quiero sentirlo todo…

En un momento dado, se levantó. Janet bajó de un salto de sofá. Las dos se pusieron a bailar espontáneamente en medio de la habitación, Janet saltando y ladrando, Fiona riendo y cantando y bailando claqué. Me había contado que Janet tenía cáncer. Había empezado a imaginarse su muerte para estar preparada cuando ocurriera. Cuando fallezca, abandonará su casa y Los Ángeles; quizá vuelva a Nueva York, o tal vez vaya a algún sitio rural y lleno de árboles.

Había vivido en la Calle Broome hacía unos años durante unos meses, inscribiéndose en una clase de lengua de signos, así como en un curso de percepción visual en la New School, que exploraba la ciencia que había detrás de la relación de los ojos con el cerebro. Quería “una prueba científica de que podía estar equivocada respecto a cómo me veía a mí misma”. Esto había sido una batalla heredada toda su vida, recientemente exacerbada por el acné quístico que atribuía a una alergia al gluten no diagnosticada.

Me contó que había salido con un hombre gordo para ver qué sentiría. Estuvo casada brevemente hace varios años con un fotógrafo francés por razones complicadas. Buscó a Jonathan Ames después de que un amigo no parara de hablar de él y tras leer sus trabajos; fuerzas, incluyendo la distancia, conspiraron contra su relación (él vive en Brooklyn). Hubo una chica más joven hace unos meses, una bella bailarina con la que subía al tejado a contemplar el cielo a diferentes horas del día y la noche. Ahora no tiene pareja. Me dijo que había pensado mucho sobre eso. En “Left Alone”, es muy directa: “¿Cómo puedo pedirle a alguien que me quiera cuando lo único que hago es suplicar que me dejen en paz?”.

Y así sucedió. Ella y Ames rompieron el día que terminó la última pista del álbum, iniciando un periodo, hace ahora casi dos años, de terrible desarrollo. Sony Records estaba entre presidentes, y su mánager pensó que sería peligroso presentar un álbum cuando la compañía se encontraba tan inestable, y de todos modos la época del año no era propicia para irse de tour o lanzar un álbum; no había manera de evitar el hecho de que todo iba a tener que esperar.

Así fue cómo, al menos en parte, había llegado hacía más o menos un año a una cabaña junto a una colina muy alta situada en los densos bosques de California. Había planeado pasar una semana completamente en silencio rodeada de extraños, sobre todo meditando, algo que hace de vez en cuando, según me contó, “para volver a ser una niña”. Pronto, sin embargo, se sintió atraída por la colina, que empezó a subir sin parar durante ocho horas al día. En su cabeza, escuchaba: Hazlo, hazlo hasta que estés satisfecha. También oía el ritmo de los cartílagos y los huesos y los tendones de su rodilla, crujiendo y rozándose entre sí, y aunque sabía que se estaba perjudicando, continuaba su camino, el ritmo – el click, click, el zumbido de su rodilla – le daba una satisfacción inexplicable.

Bebimos y fumamos más. De vuelta del baño, había apagado las luces y encendió una maquinita que proyectaba un millón de estrellas verdes orbitando por todo el techo. Me tumbé en el suelo y las vi girar; todo me daba vueltas. Se sentó en su escritorio, sin apenas moverse, con la mirada fija en la pantalla, que iluminaba su cara con un resplandor pálido.

No hay nadie con quien se mantenga en contacto todos los días. Me había dicho, cuando nos vimos por primera vez, que a veces pensaba en sí misma como el vagabundo, de “La Dama y el Vagabundo”; que su madre le había sugerido “Fiona Solitaria” cuando estaban pensando en su nombre artístico. Me dijo: “Eres mi amigo, y es mejor para mí pensar de esta manera”. No mucho tiempo después, había insistido en que había llegado a creerlo. Algo importante le había ocurrido la mañana que nos conocimos, estaba segura, estando en las escaleras de su habitación de hotel.

Era tarde. La música se había detenido. Le pedí, no sé exactamente por qué, que me preguntara algo. Me preguntó sobre una de las experiencias más íntimas de mi vida. Le conté la verdad.

Ahora estaba de pie en medio de la habitación; me sentía muy estúpido. A pesar de mis protestas, ella se acercó y puso sus brazos a mi alrededor. Nos quedamos allí durante un rato, abrazados. Pude oir su lengua chasqueando en su boca mientras me decía: “Dan, lo siento mucho”. 

Janet suspiró en el sofá detrás de nosotros. Las galaxias verdes del universo giraron sobre nosotros. Dentro de nuestros cerebros era fácil imaginarnos el uno al otro, con nuestras neuronas espejo, como chispas en el inicio de una electrocución. 

La última noche, hasta bien entrada la mañana, la lámpara de John Wayne estuvo encendida, y yo estaba otra vez tirado en el suelo del salón, hojeando sus trabajos artísticos. Ella estaba en la cocina, fregando el zumo de limón de la encimera, que había perdido el color temporalmente.

En su mayoría eran dibujos a pluma, tinta y carboncillo; había algunos retratos, realistas pero exagerados, otros imaginados, de viejas fotos, profundamente ensombrecidos. Todo eso había sido archivado en una carpeta gigante que había enviado a Nueva York hacía meses y que acababa de volver, para que los diseñadores de Sony pudieran examinar los dibujos para el trabajo artístico del álbum (la portada era una cabeza híbrida de mujer abstracta, arremolinada, geométrica y multicolor: era ella). La pluma y el carbón sangraban.

Me fijé en un extraño trozo de papel. Tenía una insignia en la parte superior: "El 28 de enero de 2009, ciudadanos americanos de todas partes se unirán y..."- Era parte de una invitación a una inauguración de Barack Obama. 

En ella Fiona había escrito muchas palabras, incluyendo el nombre "Attenborough", y lo que parecían ser anotaciones de un documental sobre la naturaleza. Estaba escrito por ambos lados, y, en una esquina: "Si soy la mantequilla, él es un cuchillo caliente. Hace que mi vida sea una pantalla de CinemaScope que muestra el baile de un ave del paraíso...". Parecía que el documental hablaba sobre la vida natural en las distintas altitudes. Ella anotó:

Altitud elevada: los machos se parecen mucho; no necesitan plumas; tienen que recoger comida=una sola hembra.

Altitud baja: más alimentos; las hembras se ocupan de las crías; los machos se concentran en - 

No podía distinguir la última palabra. Le pregunté si podía venir a ayudarme. Miró el papel un rato largo. Estaba de acuerdo en que era difícil de leer. Entonces sonrió. Pude oir la palabra crepitando muy ligeramente en su boca seca. Ponía "bailar".


Este artículo se publicó en la revista New York Magazine el 25 de Junio de 2012. 


No hay comentarios :

Publicar un comentario